Lectura en voz alta

En memoria de Mimi Palacios
“En la escuela primaria teníamos clase de lectura en voz alta y lectura en silencio”, decía. “Hoy mucha gente no sabe leer”. El placer de la lectura, silenciosa o en voz alta, la acompañó toda la vida, hasta el final. Cuando, por degeneración de la mácula, ya no podía leer, descubrió los audiolibros. Novelas y cuentos alegraron y enriquecieron horas y horas de su día. A veces una sola historia le llenaba días enteros.
Reviso su pequeña biblioteca. Encuentro primeras ediciones de Cien años de soledad, Álbum de familia, La casa en la playa y tantas novelas y cuentos más de los años 60 y 70. No era coleccionista. Esas primeras ediciones están ahí porque las fue leyendo en su momento, cuando muchos de los autores y autoras hoy renombrados apenas se daban a conocer. Más adelante, gracias a un amigo gran viajero y lector, leyó en traducción a Kundera, Baricco, Marai y otros escritores que le hablaban de parajes y maneras de vivir distintos, lejanos y cercanos a la vez.
Seguía las noticias, aunque la indignaran las infamias e injusticias del mundo, porque “hay que saber lo que pasa”, por terrible que sea. Quería participar, involucrarse, aunque, según otros, ya no tuviera edad para eso y no pudiera “hacer nada”. Todavía el año pasado asistió a una de las manifestaciones de apoyo al Poder Judicial. En tanto abogada egresada de la UNAM, le parecía “una vergüenza” la destrucción del estado de derecho y no podía quedarse “de brazos cruzados”.
Por fortuna, en su última década, escuchar libros mientras tejía, cocinaba o descansaba le permitió desconectarse largos ratos del mundo violento, del México conflictivo en que vivimos. Gracias al audiolibro, pudo releer-escuchar Balún-Canán, El amor en los tiempos del cólera, las novelas de Almudena Grandes, o disfrutar de escritores nuevos para ella, como Javier Cercas, Eduardo Mendoza, Elena Ferrante; entretenerse con novelas policiacas o descubrir novelas japonesas contemporáneas (que no le gustaron). Tenía el arte (o la paciencia) de escuchar historias de todo tipo, siempre y cuando no fueran repetitivas, de esas donde el autor busca “llenar páginas” más que atraer, divertir o hacer reflexionar al público lector. Comentaba con pasión sus mejores lecturas y recomendaba con énfasis sus libros favoritos.
Quizá recordando sus lecciones de lectura en voz alta de la infancia, criticaba a las o los lectores que leían “como si tuvieran prisa por terminar”, que no modulaban bien o que exageraban un acento o la cursilería (a veces) de un estilo. La lectura profesional en voz alta, en efecto, es tan importante para quien sólo puede escuchar como la trama misma.
En sus últimos días, la acompañó El loco de Dios en el fin del mundo de Cercas, en una lectura en voz alta más personal. Todavía comentó la figura del papa Francisco, la belleza de la capilla Sixtina... Sólo alcanzó los primeros diez capítulos, poco antes de la discusión acerca de la inmortalidad y la eternidad, que no necesariamente le interesaban. Cuando ya no quiso escuchar más dejó entrever que se estaba desprendiendo del mundo exterior. Le importaba más conversar o recordar, transmitir su propia historia, evocar a personas queridas.
Mientras que gran parte de los avances tecnológicos la marginaron, como excluyen o marginan a quienes no ven ni oyen bien, los audiolibros le abrieron la posibilidad de seguir ligada al ancho mundo de la cultura, de recordar historias dentro de la Historia, de dialogar con los libros y con otras lectoras.
En estos tiempos de desprecio por la educación y de rechazo a la cultura y a la diversidad, la literatura representa una ventana abierta hacia la libertad y la imaginación. Al leer, en voz alta, en silencio o a través de otras voces, formamos parte de un mundo común, no siempre ameno, angustiante a veces, contrastante, enriquecedor.
Eleconomista