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Ovidio y las metamorfosis de la negativa

Ovidio y las metamorfosis de la negativa

La conciencia comienza donde termina el gesto, en ese preciso lugar donde el cuerpo, esperando encontrar a otro, solo encuentra aire: el espacio que entonces se abre —ese vacío— es el pensamiento. El rechazo del otro no es simplemente una herida de amor, sino el origen de la interioridad. Aquello que no nos toca se convierte en lo que debemos imaginar.

Lucrecio afirmaba que el mundo es una colección de átomos en caída: convergen, divergen, se debaten, y en esta caída infinita, una pequeña desviación —clinamen , como él la llamaba— da origen a todas las cosas. La negación, en el corazón humano, actúa como una desviación similar: un cambio en la intensa colisión de los cuerpos. De ella surge la autoconciencia, la soledad, el lenguaje, pues quien se niega descubre que el mundo tiene un exterior. Antes, vivía en la continuidad entre carne y aliento; ahora, contempla su cuerpo como algo que quedó atrás, se ruboriza, se nombra a sí mismo. En el principio, estaba la piel; luego vino el rubor.

«Et erubescebam me ipsum » —escribió Agustín la noche de su deseo—, y no hace falta ser un experto en filología clásica para comprender que esto no tiene que ver con la modestia, sino con la metafísica: la vergüenza es la ruptura repentina entre lo que se siente y lo que se ve. La conciencia es esa fisura: la herida invisible de la visibilidad. Ruborizarse no es confesión, sino división: la sangre sube al rostro para mostrar la retirada del alma. El rechazo del otro se convierte en el rechazo de uno mismo. El yo nace de la vergüenza, no del conocimiento: mucho antes de decir «Pienso», ya habíamos dicho en silencio «No puedo ser esta carne».

Los antiguos lo llamaban modestia , una palabra curiosa que, en última instancia, significaba modestia , terror, reverencia, reverberación . No una virtud, sino vértigo, un movimiento de retirada ante aquello que, en constante cambio, sobrepasa nuestra comprensión.

Cuánto necesitamos, como Ovidio, no describir la metamorfosis, sino habitarla: para él, el cambio no era un acontecimiento, sino la gramática misma de la existencia. Toda criatura, todo deseo, toda herida busca otra piel; los dioses son meras máscaras que oculta esta sed insaciable de escapar de la forma. Sabía bien que la identidad es solo una pausa en el gran fluir del ser, que vivir es ya volverse difuso. En sus versos, la metamorfosis se revela como la ley secreta del mundo: nada permanece como pretende ser; todo fluye hacia la siguiente semejanza.

La poesía de Ovidio no consuela; nos recuerda que nuestros cuerpos ya son mito, que nuestros nombres son meros refugios temporales en la incesante migración de las formas: Dafne, huyendo de los brazos que la codiciaban, se encontró transformada en árbol, y la metamorfosis no fue castigo, sino salvación: se convirtió en corteza para escapar de la piel, para vivir en la negativa a ser tocada. La conciencia es esa corteza que se endurece sobre la herida de sentirse expuesta; Acteón vio demasiado: sorprendió a Artemisa bañándose y, transformado en ciervo, fue devorado por sus propios perros; Mirra ama lo que no pudo tocar, su deseo también la transforma en árbol; la savia que fluye de su corteza —y que los Reyes Magos ofrecieron al Niño— es su dolor silencioso, la resina endurecida de pasiones que nunca llegaron a vivirse.

Platón consideraba el alma prisionera del cuerpo, pero quizá sea el cuerpo el verdadero prisionero de la negación del alma, esa celda construida por su propio temblor. Rechazar el propio cuerpo es inventar lo invisible. Ahí comienza toda metafísica: la idea, la ley, el dios; cada uno, a su manera, un sustituto de la insoportable proximidad de la piel.

Los primeros templos no se construyeron para celebrar la vida, sino para escapar de ella: columnas que se alzan donde los cuerpos no pueden arrodillarse sin temblar. La arquitectura es una huida petrificada, intocable. Los dioses siempre se disfrazan para acercarse a los mortales. Adoptaron diversas formas —toro, cisne, llama— pues no se atrevían a presentarse en su propia forma: incluso lo divino teme la violencia de la encarnación. Tomar conciencia es imitar a los dioses: esconderse tras formas, nombres, actitudes, conceptos; protegerse, en definitiva, de la intimidad primordial.

Agustín, una vez más: «Factus sum mihi magna quaestio » (Me he convertido para mí en una gran pregunta), y la escribe, no en paz, sino exhausto, pues la pregunta es el residuo del rechazo, la sombra de un abrazo perdido. El miedo no es lo opuesto al deseo, sino su eco. El deseo evoca un contacto que no puede soportar, y el miedo es la inteligencia de ese recuerdo: ser rechazado es convertirse en espectador del propio cuerpo. Las extremidades que una vez se extendieron hacia afuera parecen pertenecer a otra persona. El yo comienza como una autopsia: nos diseccionamos para comprender por qué no fuimos elegidos: cada «yo» nace junto a un «por qué».

Los primeros filósofos del alma fueron hombres que no hallaron consuelo en el amor y buscaron la abstracción porque el cuerpo les había negado la gracia. Las ideas nacen de la frialdad del rechazo: la abstinencia, la soledad y el intelecto no son virtudes, sino metamorfosis del dolor. Quien ha sido rechazado aprende la distancia, pues sabe que la proximidad nunca está garantizada, que la presencia puede desaparecer. Y de esta sabiduría surge el arte: la pintura, la música, la poesía; cada una un intento de dar forma a la ausencia. La belleza es la distancia hecha visible.

En la Eneida , Dido ama y es abandonada. Maldice el mar que la separa de la nave que parte. El mar es la conciencia misma: en movimiento, sin profundidad, inalcanzable, un espejo que no puede ser contenido. Los rechazados se convierten en marineros de este mar. El miedo los acompaña: el miedo a regresar al cuerpo, el miedo a que la aceptación disuelva el frágil yo construido a partir de la pérdida. Se aprende a habitar el rechazo como un refugio. Se convierte en la arquitectura de la soledad. La vergüenza le sigue. No es humillación, sino el reconocimiento de que existimos bajo la mirada de otro que no nos eligió. La mirada de rechazo continúa ardiendo en nuestro interior. La repetimos incesantemente, internamente, hasta que se convierte en la luz de la introspección y la conciencia es la imagen residual de esa mirada.

Hay cierta sabiduría en esta derrota: ser rechazado es percibir el límite del deseo. En ese límite, florece la claridad. Descubrimos que somos finitos, que el cuerpo no puede obligar al amor, que ningún gesto garantiza la reciprocidad. El rechazo del otro es una lección, en miniatura, de mortalidad.

Aun así, en toda negativa algo permanece inextinguible: el deseo no muere; se vuelve hacia adentro, se transforma en luminosidad, vigilancia, atención. Quien recibe la negativa escucha, y de la escucha nace el lenguaje. Cada frase es una respuesta al silencio del otro, y en esa respuesta construimos un mundo.

Ser rechazado, sonrojarse, temer: no son accidentes de la vida, sino su comienzo. De ellos se despliega el ser interior. El ser es el remanente de un gesto interrumpido; es la voz que permanece cuando el abrazo se desvanece. Quien ha sido rechazado lleva consigo el recuerdo de la cercanía, lo transforma en distancia y la distancia en significado.

En el Fedro , Platón escribió que el alma se alza al contemplar la belleza; alas que simbolizan el vuelo, pero también la huida. La belleza hiere; las alas surgen para escapar del contacto visual. Eros concede el conocimiento solo a quienes pueden soportar su ardiente ausencia. La vergüenza custodia este umbral. No es lo opuesto a la libertad; es su condición. Sin vergüenza no hay distancia, y sin distancia no hay yo.

La distancia estética es el eco de la primera retirada de la carne. Leemos a los antiguos porque fueron los primeros en temblar: Séneca envuelve el terror en serenidad; Ovidio oculta el deseo en metamorfosis; Agustín lo esconde en la oración; Pascal oculta la vergüenza en las matemáticas. Todos ellos cuerpos que huyen hacia las palabras.

El rechazo del cuerpo es el nacimiento de la interioridad: lo que fue rechazado afuera se oculta dentro; el alma es el eco del silencio del cuerpo. Quizás algún día el rechazo termine: entonces el pensamiento cesará, el lenguaje se liberará, la piel volverá a respirar. Y eso será la muerte. O la inocencia. O el silencio.

Hasta entonces, el yo permanece en el espacio entre el tacto y la huida, entre el deseo y el miedo. Vivimos en esta vacilación y la llamamos consciencia.

observador

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